18.5.09

La luz de bronce / Capítulo II. Lo que recuerdo de antes del alba


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Los domingos eran el día favorito de Liz.

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No solo por no tener que ir al instituto o disfrutar de una rutina diferente, sino esencialmente porque su madre la dejaba dormir hasta tarde. En realidad habría que puntualizar que la dejaba permanecer en la cama un par de horas más de lo habitual, pero esas dos horas adicionales no eran solo sueño para Liz, sino ensoñación. El cuerpo de Liz tenía ya adquirido el hábito de salir de su estado de descanso nocturno a la misma hora de siempre, y minuto arriba minuto abajo a las siete de la mañana los ojos se abrían, pero la mente tenía otros planes para esas mañanas y afortunadamente no tenía que luchar mucho para ordenarle al resto del cuerpo que se abstuviese de iniciar la rutina habitual. Las pestañas se separaban un poquito y con movimiento lento el ojo reconocía por la luz que se filtraba entre las cortinas el momento preciso de la mañana.

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Desde diversos resquicios entre la pared y el pesado tejido de las cortinas, una serie de líneas decididamente claras surcaban con extraño rumbo parte de la pared, subían por el techo, atravesaban la habitación y se extraviaban, perdiendo su intensidad, en dirección al armario. Había veces en que si algo o alguien en el exterior de la casa se cruzaba por delante de la trayectoria de la luz, en la pared del dormitorio se podía distinguir una sutil alteración a través de ese dibujo que el sol enviaba a deambular por el interior de la estancia. Liz sabía que si un día durmiera y durmiera y no despertara en semanas, en meses... y de repente saliera del letargo, al instante averiguaría la época del año con solo mirar ese dibujo de luz. En un lateral del jardín frente a la casa había un gran cerezo. En invierno sus ramas eran dedos descarnados que arañaban los jirones de nubes que cruzaban el cielo, en verano un tapiz de hojas verdes salpicados de frutos rojos entre los que se colaban puntos deslumbrantes. En la pared de su dormitorio veía desde la primavera hasta el otoño volúmenes juguetear como eco de la sombra de las ramas llenas de vida. Desde el final del otoño y durante todo el invierno, en cambio, la luz que llegaba desde fuera era más mortecina pero curiosamente diáfana porque no interrumpía su visita ninguna hoja, ninguna cereza, ningún pájaro que al saltar de rama en rama y picotear los frutos que empezaban a madurar danzase sin él saberlo por la pared del dormitorio.

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Liz cerraba los ojos, se daba la vuelta y volvía al territorio brumoso del que apenas se había alejado y las líneas de la pared y el techo se transformaban en un pentagrama en el que las notas saltaban retorciéndose para buscar alimento. Sus pancitas negras se volvían rojas conforme picoteaban los frutos y el pico con el que buscaban cerezas de sonido dulce se enlazaban en zarcillos con los picos de las otras notas que revoloteaban alrededor. Liz no sabía leer una partitura porque nunca había estudiado música, pero sí sabía que según la posición de la nota en la línea o el espacio eso equivalía a un sonido más grave o más agudo según estuviera arriba o abajo... o al revés, no lo sabía con certeza. Así que en algunos de sus sueños de domingo, cuando por la misteriosa razón que fuera y que solo lo profundo de su cerebro sabría explicar, los pájaros que comían cerezas se encontraban con las notas pautadas según había creído interpretar al ver la sucesión de líneas y sombras que discurrían por la pared y el techo, en esas mañanas, los sueños interrumpidos por algún sonido procedente de la calle o de la cocina, constituían una extraña sinfonía de música con sabor a cerezas que empezaban a madurar, mezclando lo dulzón con lo aún amargo, las escalas viraban a los agudos con notas que volaban subiendo por las líneas de la sombra del techo y pájaros con forma de acorde de semicorchea revoloteaban buscando el nido de la clave de Sol.

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En cualquier momento, sin embargo, por el espacio entre dos líneas de ese pentagrama onírico, Liz podía distinguir como si estuviese ella misma volando muy alto, la figura de un corredor en una calle de la pista de atletismo del instituto. Al llegar al final de la calle el corredor saltaba para superar una valla de atletismo y desaparecía un instante, para reaparecer de inmediato por el otro extremo del espacio entre las dos líneas inferiores de la partitura. Marcaban el ritmo de esa sinfonía de sombras y sabor a cereza los pasos del atleta sobre la tierra de la pista. Liz quería bajar desde donde se encontraba para distinguir mejor al corredor, pero era como si se le hubiese olvidado volar hacia abajo y solo pudiese permanecer donde estaba, en el cénit de esa pista de atletismo de extremos musicales, en una posición inalterable, con las alas extendidas sintiendo como el viento la mecía suavemente.

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Pero miraba a los lados... ¿alas? Se preguntaba Liz ¿yo no tengo alas? Sus dedos eran ramas secas como las del cerezo del jardín el día de Acción de Gracias. ¿Cómo podía el viento colarse entre esas ramas oscuras y rígidas y permitirle continuar en las alturas? Empezaba a imaginarse las notas que revoloteaban cada vez más oscuras. Sus pancitas eran de un rojo cada vez más intenso porque comían y comían cerezas de entre las sombras que resbalaban por la pared, y al fin empezaba a surtir efecto. Las notas engordaban y así ella pesaba más y podía bajar desde tan alto al compás de la música. Volvía a fijarse en el atleta, sus pasos resonaban con más fuerza. Como estaba situada justo sobre él nada más que podía distinguir su maquinal braceo y el avance alterno de sus piernas. Era como un juguete mecánico que lanzaba alternativamente unas extremidades cortas y ridículas hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante, hacia atrás... sus pasos, cada vez más fuertes, poco a poco dejaban de sonar como una marcha sincopada sobre tierra y se iban transformando en una carrera irregular y frenética sobre tarima. Se acercaban por un lado, ya no estaban bajo ella.

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La puerta del dormitorio se abrió de golpe. Se detuvieron los pasos y sonó la voz chillona de su hermana pequeña:

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-¡Liz, despierta! Hope ha llegado, te está esperando en la cocina.

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Próximamente: Capítulo III: Si el sol se desperezase tras las nubes.

8 comentarios:

Unknown dijo...

Genial. Quiero más.

Anónimo dijo...

Envidiable despertar.
Esas luces y esas sombras forman parte de nuestra vida, recordamos ahora que lo evocas.

Antonio Rentero dijo...

Habrá más, no lo dudes...

Gracias por estar ahí a los dos.

Wunderkammer dijo...

Qué chulo... ¡yo también quiero más!

Antonio Rentero dijo...

Sois insaciables... me encanta!!!

:-)

Anónimo dijo...

Nada mejor que despertar y tener tiempo para seguir soñando.
A mi me ha costado en algún momento seguir el texto, tal vez por su densidad... pero sólo es mi opinión.
Así que por mi parte espero más y mejor.

Antonio Rentero dijo...

Y lo tendrás, querido Anónimo.

Soy consciente de que este capítulo ha sido un poco farragoso, pero son las telarañas del sueño que hay que atravesar ;-)

Antonio Rentero dijo...

Para mi asombro, me estoy documentando sobre una ciudad del estado de Missouri donde he decidido de manera totalmente aelatoria ambientar la infancia/juventud de la protagonista... y resulta que entre 1866 y la actualidad hay registro de tres Elizabeth Bishop!!!