No he echado de menos el humo ni la penumbra con la que José Luís Alvite camufla las almas errabundas y heridas de vida en su Savoy.
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Era la hora bruja en que los clientes escasean, el único paseante de la calle es el frío y el tráfico lo construyen los camiones de la basura, los cuatro noctámbulos que quedarán en la calle a la mañana siguiente del Día del Juicio Final y el chino de las flores.
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Las camareras ya han apagado la máquina del café, la persiana está bajando, hay sillas y taburetes con las patas apuntando al techo y el último chupito se lo bebe el conductor del camión de la basura que hay aparcado en la puerta, como si fuera un chiste de Chiquito de la Calzada a punto de empezar.
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Media docena de almas cercanas apuran en sus vasos el envoltorio de los restos de hielo y yo pido la llave del piano. Subo los escalones mientras las conversaciones continúan abajo, mutuamente ajenos. Abro el piano y compruebo que no está desafinado. Me quito la chaqueta y me sitúo ante las teclas.
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Con timidez marco las 8 notas que configuran el armazón esencial del Canon de Pachelbel. Una sola nota con un dedo de cada mano. Con parsimonia, trazando pacientemente la senda que luego transitaré al galope de todos los dedos que sea capaz de involucrar.
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Recorro una primera vez la escala con notas individuales y tímidas. La segunda vuelta ya permite entrever esbozos de inminentes acordes. El ritmo sigue siendo pausado, no hay ninguna prisa. Las conversaciones siguen en un segundo plano y yo no le estoy exigiendo demasiado volumen a la combinación de madera, acero y marfil.
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Como en las sevillanas, vamos a por la tercera, y aquí sí, ya enseño los acordes al completo, tres notas marcadas intensamente con la mano derecha, en algunos momentos el meñique y el anular se permiten fugaces paseos por las teclas aledañas, mientras con la mano izquierda me permito no cargar demasiado la melodía usando una nota sencilla cada vez y permitiéndome una cierta agilidad en la elaboración del acompañamiento.
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La estructura se va haciendo más compleja y llego a emular con la derecha algunas de las notas que habitualmente desgrana un violín acelerado, ese que siempre me parece al escuchar la pieza que encerraba tanta emoción en su alma que necesitaba escapar del pentagrama que le constreñía para buscar aire por encima del resto de la melodía.
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Poco a poco la interpretación va cobrando velocidad, en una interpretación evidentemente libre de la partitura de Pachebel, entre otras cosas porque no manejo un cuarteto de cuerda sino tan solo un piano, y además porque hace 48 horas que sin ayuda de partituras sino tan solo apoyado por la memoria me puse delante del piano y averigüé qué notas debía tocar para repetir esta composición. Y además, el piano habla su propio lenguaje.
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El ruido en la calle de los camiones de basura se había desvanecido, las conversaciones de la decena de habitantes del bar se habían extinguido. El Zalaca era ahora la sala de conciertos que yo llenaba con notas arrancadas al tesón y la memoria, notas que me hacen disfrutar al acariciar el viejo marfil del piano del bar, mientras no puedo evitar mirar a la mesa que hay en el piso superior del bar, justo encima de donde yo me encuentro en estos momentos con mi Canon a cuestas, y pensando en una noche de conversación con ella sentados en esa mesa, me pregunto que es lo que no funcionó, el porqué de esta distancia, la causa del silencio.
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Aquella noche en la despedida sus manos estaban ateridas por el frío de la calle, un frío como el de esta noche, un frío que sin embargo mis manos hoy han sabido combatir y por eso mis dedos ahora recorren ágiles el teclado del viejo piano del Zalaca. Porque dentro, en medio de las cenizas y las brasas, sé que aún hay fuego y que basta hallar el soplido adecuado de aire para encender de nuevo la llama.
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Así que ataco con fuerza lo que he decidido que va a ser el último movimiento de este Canon libre de Pachebel para piano viejo y corazón mareado en la montaña rusa. Con fuerza pero con un ritmo lento al final, tres notas quedan por tocar, las marco con delicadeza, aguanto la penúltima, un acorde en el que cada tecla se pulsa con cierto desacompasamiento para enriquecer el resultado final y preparar el contrapunto a la despedida, un acorde final suave, que dejo extinguir mientras la atmósfera de madrugada del Zalacaín vuelve a resonar en mis oídos, las conversaciones, el ruido de los vasos que salen del lavavajillas, el tintineo de los últimos cubitos de hielo... la noche sigue fría, pero solo por fuera.
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Cortesía de MEMORIAS SENTIMENTALES DE UN GALLO DE ESCAYOLA.
3 comentarios:
Genial. Es un precioso texto. Enhorabuena.
Desde que gracias a la HTC del Consejero Prández conocemos cuántas teclas tiene un piano es que nos salimos... ja, ja, ja
¡Que tiemble Barenboim! que como me "lance" yo... Un día de estos estoy tocando el piano también, y otro día de estos (bueno, un primero de año) estoy en Viena dirigiendo la Filarmónica. Es que mi abuela falleció hace años...
Bueno, hablando en serio, me gustó mucho tu relato, especialmente las figuras prosísticas con las que juegas, sobre todo en lo relativo a la hora de la madrugada en que se produce la escena...
Muchísimas gracias, querido anónimo, de corazón.
Muchas gracias a tí tb, Tigre, lo del piano empieza a ser vicio... tengo que dedicarle un ratico todas las noches antes de acostarme... y entre eso, las lecturas, ver alguna peli con el proyector... en fin, así me dan las horas que me dan para apagar la luz.
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