(Basado en una historia real. Dedicado a mi compañero Fernando. Imagen: Vivir con Mascotas)
El locutor en la radio del coche se empeñaba en anunciar la llegada de la primavera, que había entrado astronómicamente unas horas antes, esa misma madrugada, pero este año y a pesar del buen tiempo de las semanas anteriores y del mismo fin de semana con puente del Día del Padre incluido, era totalmente atípica.
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Tan atípica que medio país estaba aterido de frío y en muchas partes del mismo un manto de nieve se extendía por campos y ciudades acompañado de cortes de carreteras y avisos de obligatoriedad de uso de cadenas.
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Era por tanto un martes primaveral con temperaturas cercanas al cero, ventisca, lluvia, "un estar desapacible, oiga usted", como le dijo el operario en la gasolinera del pueblo perdido en medio del campo en el que esa mañana tenía que cumplir su trabajo el protagonista humano de nuestra historia.
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Su cliente tenía una casa, esa casa estaba alquilada a unos inmigrantes, esos inmigrantes se habían quedado sin trabajo, ese paro había mermado sus ingresos y esa falta de pago había terminado en pleito, y a eso se dedicaba, a representar los intereses de sus clientes. En este caso alguien con una casa en el pueblo, en mitad del campo, que por no dejar perder había preferido alquilar a un precio irrisorio al que la sonrisa se le quedó helada con la crisis y el paro.
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No hubo arreglo, los "alquilinos", como decían en aquel pueblo, no querían marcharse pero tampoco podían pagar, y el propietario de la casa estaba dispuesto a rebajar el precio del alquiler, pero no a hospedar gratis a nadie, así que finalmente y al cabo de sus buenos meses, por aquello de la Justicia, que es ciega y debe ir tanteando el camino, esto es, sin prisa, concluyó que aquí lanzamiento y después gloria.
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La mañana era tan fría como sólo una primavera de papel, de papel de calendario, puede serlo. Para llegar allí habían pasado bordeando los primeros copos de nieve que comenzaban a cuajar en la falda de la cercana montaña. Y allí estaban en medio del campo, rodeados de tierra y humedad, refugiados de la ventisca y la lluvia bajo una techambre (techumbre + cochambre) la media docena de ocupantes de la casa, los dos funcionarios judiciales, el cerrajero que procedería al cambio de la cerradura de la vivienda, los dos mozos de la empresa de mudanzas que se llevarían todos los enseres y el procurador.
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Y un perrucho.
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Mientras los hombres perfilaban los asuntos del foro y cumplimentaban formalismos, todo perfectamente orquestado, el perrucho permaneció tumbado, con las orejas gachas, mirando con ojillos resignados los movimientos que se sucedían a su alrededor.
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Los funcionarios conminaban a los ocupantes de la vivienda a recoger sus pertenencias y marcharse. Estos protestaban con poca fuerza, la convicción ya vencida y con el destino cargando su peso sobre sus derrotados hombros. Hatos miserables se apretaban en el maletero de un utilitario huido probablemente de algún plan Renove y los dos mozos de la empresa de mudanza luchaban porque cuatro muebles desvencijados no se les cayeran de las manos, mojados como estaban por la lluvia que les atacaba en el breve trayecto de la puerta al furgón.
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No se distinguía el confín de la llanura debido a la húmeda cortina que se densificaba en la distancia, pero los huesos dolían (hay que joderse con esta primavera) y el frío se atenazaba mientras algo en el interior le decía al procurador que no entraría en calor en todo el día.
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A veces una pregunta casual puede desencadenar una serie de efectos imprevistos cuando ya todo parece concluido, y es lo que sucedió.
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El cerrajero daba por concluido su trabajo ultimando la instalación de la nueva cerradura, los mozos de la mudanza procedían a asegurar la carga antes de cerrar la puerta del furgón. Los ex-habitantes de la casa firmaban los últimos papeles y los funcionarios les facilitaban sus copias de los oficios.
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El procurador supervisaba que la casa de su cliente recuperaba la tranquilidad de la soledad ocupacional conforme a Derecho pero no dejaba de dirigir miradas de soslayo al perrucho, que apartado de todo y como si querer inmiscuirse, tampoco pedía detalle con la única actividad del movimiento de sus ojillos.
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En ningún momento había demostrado el animal inquietud, temor, intranquilildad u hostilidad.
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-Oiga, ¿les va a caber el perro en el coche? ─preguntó uno de los funcionarios.
-No, el perro no nos lo llevamos, al piso en el que nos vamos a meter no podemos llevarlo. ─replicó uno de los ex-habitantes de la casa.
-Pues aquí no lo pueden dejar.
-Pues con nosotros no nos lo vamos a llevar.
-Pues habrá que llamar a la perrera.
-Pues lo que usted vea.
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Los funcionarios se miraron brevemente, uno de ellos se encogió de hombros, el otro sacó el móvil, buscó un número, lo marcó y dio una breve explicación.
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Terminaron de recogerlo todo, la casa quedó cerrada, los papeles firmados, los coches a punto de partir. Entre la lluvia surgió el ruido de un motor. Una pequeña furgoneta blanca se aproximaba por el camino, en medio de aquel campo perdido hasta llegar junto a la casa. Aparcó. En el lateral se veía un escudo de la Administración.
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Antes de que el conductor abriese la puerta el perrucho alzó la cabeza en un movimiento urgente y fijó sus ojos en el coche. Las orejas enhiestas, el cuerpo tenso aunque sin variar la postura en la que estaba tumbado.
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El conductor del vehículo de la perrera descendió portando una carpetilla y un bastón con un lazo en el extremo. El perrucho comenzó a emitir un aullido lastimero, agudo pero apagado, de tonos cortos. Pareció encogerse sobre sí mismo mientras hundía la cabeza entre las patas delanteras, pegándola al suelo, con las orejas gachas y la tristeza asomándose a sus ojillos.
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El funcionario de la perrera, efectivo, expeditivo, profesional, no miró en ningún momento al animal, se dirigió a los funcionarios saludando con animosidad y estrechándoles la mano derecha mientras con la izquierda sujetaba la carpetilla y el bastón con el lazo.
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Como si la cosa no fuera con él tendió la carpetilla a uno de los funcionarios judiciales para que rellenase unos datos y fue variando su posición hasta quedar cercano al perrucho. Se metió una mano en el bolsillo y sacó algo que le mostró (sin dirigir su mirada al animal) agitándolo levemente.
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El perrucho bajó el tono de sus sonidos hasta lograr un gemido resignado.
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-Mira, bonito, mira... venga, cógelo, es para ti. ─se dirigió con amabilidad el funcionario de la perrera.
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El animal seguía gimiendo. El funcionario de la perrera se agachó un poco, dejó el pequeño trozo de salchicha que llevaba en la mano en el suelo y lo empujó rodando sobre el suelo salpicado de lluvia hacia el perrucho, que ni se inmutó.
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Maniobró un poco con el bastón empujando la salchicha hasta dejarla a un par de palmos del morro tembloroso del animal pero ni por esas. Con suavidad pero con firmeza aprovechó la proximidad del bastón y la cabeza del perro para hacer presa, lo que consiguió con facilidad. El perrucho ni se inmutó. Su resignación era completa.
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El hombre se acercó, y le acarició la cabeza con su manaza.
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-Venga, cómete la salchicha, hombre. ─le invitó. Ni caso.
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-Tú mismo.
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Dio un tirón del bastón y el perro mansamante se levantó, con la cabeza gacha, el rabo huido entre las patas. El funcionario de la perrera recuperó la carpetilla de manos de uno de los funcionarios judiciales, se despidió y se dirigió a la furgonetilla, en cuya parte trasera introdujo al perrucho.
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Después se sentó al volante y se marchó pisando charcos bajo la lluvia.
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El camión de mudanzas se alejó, tras él, los funcionarios entraron en el taxi que les esperaba y se marcharon, los inmigrantes cerraron las puertas de un coche tan cargado que casi no dejaba espacio para que los charcos le salpicaran los bajos y se perdieron por el camino bajo la lluvia. El cerrajero montó en su furgoneta y cerró la comitiva.
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El procurador se quedó mirando el suelo. En concreto un hueco de suelo seco en medio de la humedad de la pequeña placeta junto a la fachada de la casa. El hueco que ocupaba el perrucho. A su alrededor las salpicaduras de la lluvia y las gotas que se filtraban por el precario porche que les daba cobijo habían dejado el suelo teñido de oscuro, pero un pequeño rincón permanecía seco. Aquel que había ocupado el perrucho tumbado hasta hacía pocos minutos.
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Volvió a pensar que ese día sería incapaz de quitarse el frío del cuerpo.
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